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Belleza insoportable: una familia mantiene el cultivo de las amapolas de Guerrero
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Belleza insoportable: una familia mantiene el cultivo de las amapolas de Guerrero

  • - 2025-07-13

DOMINGA.– Jamás he vuelto a naufragar en esa belleza. Una caricia suave de morado, blanco y mi rojo ideal. La flor no tiene la culpa pero demasiada belleza es insoportable. Lo sentí fuerte, un día de enero lleno de sol. La amapola nos regala su belleza acompañada de dolor y muerte. Así se explica su castigo. He escuchado que la llaman “flor maldita”. Y a su sangre, la goma de opio, “oro maldito” de Guerrero. No es fácil llegar a donde todavía se cultiva. La primera vez fue por casualidad. Y quedé aterrado por la belleza de la Sierra Madre, una belleza francamente desmesurada. Será por eso que estos montes están prohibidos para la mayoría de nosotros. Salí de Chilpancingo en coche, viajé cuatro horas de subida. Tuve que pasar por cinco retenes armados. El primero era del ejército a la entrada de Xochipala, conocido por la minería, donde la canadiense Oroco Resource Corp tiene una mina de oro que explotará durante la siguiente década. Los demás retenes me preguntaron a dónde iba, llevaban pañuelos que cubrían el rostro, empuñaban armas largas, hablaban en walkie- talkie, me dijeron: pasa, buen viaje.La segunda vez que subí, lo hice en una combi y debí pasar por un pueblo con nombre delicioso, Verde Rico, y luego tomar camino hasta La Venta y más terracería. Cuando por fin estás ahí, se abre frente a tus ojos la inmensidad de la Sierra Madre. Y si miras con atención, entenderás que tanta belleza no es gratis.Huele fuerte la amapola. Un olor intenso, agradable, algo amargo que invade al aire. Los bulbos ya están casi todos cortados, salvo algunos todavía intactos. Los trabajadores que cosecharon la goma no los vieron. Son esferas verdes, redondas, con un copete circular que parece una corona. Con unas navajitas, se incide el bulbo para que vaya colando su líquido blanco, que se recolecta de inmediato, porque al contacto con el aire se seca rápido y se vuelve una resina café.Me acompaña una joven mujer. Su padre lleva más de cuatro décadas cultivando amapola y marihuana en este lugar. Ella ha aprendido, al igual que sus hermanos, y es capaz de criar estas plantas, entender sus necesidades. Conoce sus secretos y domina el arte del cultivo. Me dice que es importante no tocarse o tallarse los ojos o la nariz cuando se trabaja la amapola. Corto y pruebo la sangre blanca de la flor. Es quizás el sabor más amargo. Y la amargura dura varios minutos hasta dejar un retrogusto a planta salvaje.Hubo una época en la que toda esta sierra estaba cubierta de amapola y marihuana. En este periodo del año hubiera visto extensiones de verde esmeralda hasta donde alcanzara la vista. Al llegar hubiera cruzado decenas de trocas que iban y venían, cargadas de peones, carne, cerveza y fertilizantes.Era tanta la amapola que las abejas silvestres producían abundante miel curativa con el polen de sus flores. Una miel que se encontraba en las colmenas naturales por la sierra y tenía un efecto relajante, lenitivo. Las madres y las abuelas la usaban para curar de manera natural.No fue hace mucho. Inició en los años setenta, cuando algunas familias empezaron a cultivarla en el auge de la heroína, y acabó hace unos cinco años, cuando el fentanilo y los opioides químicos fueron reemplazando los derivados de la “adormidera”. Entre las consecuencias que ha dejado el fentanilo, está sin duda la pérdida de una miel natural de amapola y marihuana.Hubo una época en la que la goma de amapola se vendía a 50 mil pesos por kilo. Toda la sierra vivía en abundancia. Si me concentro, puedo sentir el olor de la carne a la parrilla, que no se compraba por kilo sino por res entera; puedo escuchar la música de la fiesta y los ríos de cerveza y mezcal que regaban sobre los tacos y alteraban los ánimos hasta provocar confrontaciones, duelos, tiroteos; puedo percibir el ruido de las balas, que volaban perdidas por la sierra, y el rechinar de las llantas en los caminos polvorientos, empinados.Pero el costo fue la condenación. La sierra ya no es lo que era. Gran parte del dinero que se generó con el cultivo de amapola se ha gastado en fiestas, en carros, en alcohol. Hoy los productores se arrepienten de haber desperdiciado tanto dinero, quisieran que el negocio volviera a la sierra para tener otra oportunidad.Una familia busca una oportunidad con el cultivo de amapolaEn medio del campo, rodeado de flores blancas, moradas, rosadas, le pregunto a la Hija cuántas hectáreas de amapola cultiva su familia en la sierra de Guerrero. Ella me habla mientras camina delante de mí, cuidando no pisar ninguna planta.–La verdad, muy poquito, ni siquiera una hectárea. Más que nada, mi familia la sigue cultivando porque ya es de hace muchos años, ha mencionado mi papá que es para no perder la costumbre del cultivo. Por lo mismo de que ya no hay mercado, la pagan muy barata, sólo para ir manteniendo la semilla.Dice que hoy a duras penas llega a cuatro o cinco pesos el gramo. Ya no es negocio para nadie.—No conviene ya. Por eso la gente dejó de cultivar, porque hay que contratar personas para trabajar, más cuando son cultivos grandes. Entonces a la hora que está la cosecha y vas a venderla, no tienes ganancias más que para pagar a las personas que te ayudaron y los gastos que metiste: mano de obra, productos y así. Por eso la mayoría de los productores ya dejaron de cultivar.Una vez que las flores van perdiendo sus pétalos, ya se puede sacar la goma. Por ejemplo, esa flor morada ahí, en un par de días estará lista para la ralladura. Otra flor, que ya tiene sus cortes, todavía tiene un poquito de goma, no la vieron los recolectores y se secó un poco, tiene un color negro oscuro. Se tiene que cortar en la parte más externa, no penetrar demasiado. Esa cirugía campestre se hace con dos navajitas pegadas a un mango de madera.–Una vez que la goma se recolecta, ¿qué se hace con ella?–Después de que salió todo, se recolecta en botecitos y ya de ahí la guardan hasta que llegue algún comprador acá.–¿Cuántas cosechas se hacen al año?–Más que nada depende si hay agua cerca. Necesita mucha agua. Los que en su terreno tienen agua, pues continúan y continúan su cultivo. En algunos lugares que son muy fríos o llueve mucho, la goma de opio no tiene la misma consistencia. Este es un clima muy bueno porque se prestan las condiciones. En lugares muy húmedos, si la goma escurre muy líquida, no está bien.–Eres muy experta.–Un poco. Es que sí, como mi familia siempre la ha cultivado, igual que la marihuana, yo fui aprendiendo desde pequeña. La amapola no me tocó trabajarla, porque mi papá normalmente la cultivaba con mis hermanos o primos, más que nada los hombres, pero sí sé.La Hija es experta en el cultivo de la “adormidera”, pero sobre todo en el de la marihuana. Cultiva en interior, en cuartos cerrados, donde pueda controlar las horas de luz, la humedad, ventilación “y todo eso”.–¿Hacen hachís también?–Sí.–¿Y está bueno?–No sé, nunca la he consumido. Es que muchos me dicen: y ¿qué tal tu cosecha?, ¿cómo está o así? No, pues, les digo, no sé. Nunca la he probado.–Podríamos decir que eres una carnicera vegana.–Ah, sí. ¡Exacto! ¡Jajaja!Su papá cultiva amapola y marihuana desde hace más de 40 años, su hermano mayor es el que en la familia produce más mota. Son gente de rancho, de la sierra. Sus valores son tradicionales. Aquí es impensable la idea de robar. Me hospedaré en una habitación que me han dejado libre. Hay joyas, billetes en la cajonera. A nadie se le ocurre que un invitado pueda siquiera pensar en robar algo. Es cuestión de valores. Le pregunto si tienen algún tipo de prejuicio con el uso de la marihuana, si consideran que esté mal fumarla. La Hija sonríe. –No. Está bien.Luego voltea hacia el campo.–Mira qué bonitas. Y es que hay diseños. Mira. Está la roja con estas tiritas, y está la morada con estas también. Son muy frágiles. Son bellas. También estas moradas se me hacen bonitas.La subida hasta su casa fue ardua. Casi una hora bajo el sol, pisando esta tierra porosa, las piedras afiladas. La Hija dice que a veces, cuando hay que llevarle comida a los trabajadores, se llega a subir y bajar hasta tres o cuatro veces al día.En teoría yo debería volver a Chilpancingo, me esperan casi seis horas de bajada, pero la Madre ha preparado algo de comer y, siendo yo italiano, estoy consciente de la importancia de una madre que invita a comer. No puedo decir que no. Lo que saca la Madre de la olla me deja sin palabras. Caldo de acamayas.Los langostinos de río son de mis bichos favoritos. Mañosos a la hora de descarnar, capaz de herirte la boca en el intento de chupar toda la carnita, pero el riesgo vale la pena por ese sabor intenso, potente. Y el caldo de la Madre es una delicia, con el justo picor, un caldo cristalino, sabroso, con muchas acamayas y tortillas recién hechas a mano en el comal con maíz de su campo. Me quedo callado durante toda la comida, la Madre me pregunta si quiero más. Repetiré tres veces.Una joven experta en flores malditas de invernaderosDos meses después estoy viajando en una combi que sale de Chilpancingo, voy de regreso a la Sierra de Guerrero. Me esperan el Padre, la Hija y el Hijo en la última parada de la combi en La Ciénega. Falta una media hora de camino en su troca y el atardecer incendia la sierra hasta que la oscuridad de la noche se come todas las montañas y nos deja un manto de estrellas.Cuando llegamos la Madre me saluda con cierta sorpresa. Creo que no se esperaba que volviera. Pero yo le había prometido que regresaría para cocinar con ella ese caldo de acamayas, para incluir la receta en el libro que estoy escribiendo, el trato fue que le enseñe a preparar pizza.Los Hijos me han dejado su habitación. Frente a mi cama está colgado un rifle Ruger calibre .22. No sé si me tranquiliza o inquieta. Además, no sé disparar. La voz de la sierra mece mis pensamientos hasta que se funden con el sueño.El día empieza temprano. Fuera de la habitación la Madre prendió el molino del maíz que estuvo remojando con cal toda la noche. Se necesita una buena cantidad de tortillas para el desayuno. La Madre, la Hija y yo empezamos desde temprano a preparar un caldo de acamayas. Los langostinos ya fueron descabezados ayer, la Hija quiso adelantar la preparación, pero quedó intacto el caparazón y las pinzas, indispensables para darle sabor al caldo. Agrega un puñito de comino al jitomate molido. Y va agregando leña para que crezca el fuego del comal.Me cuenta que recién regresó a vivir a la sierra después de unos meses en la Ciudad de México, donde trabajó en un cultivo de marihuana en invernadero. La pagaban bien pero decidió volver. La escucho y de inmediato pienso en Mr. Wolf, personaje dePulp Fiction, cuando lo llaman para resolver problemas.En pocos meses había ascendido de puesto gracias a sus capacidades y conocimientos, volviéndose la coordinadora de los demás trabajadores, quienes después de años tuvieron que tomar órdenes de una muchachita. Sus colegas, molestos, empezaron a tratarla mal, con groserías y berrinches. Alguien llegó incluso a robarle unas cadenitas de plata de su cuarto, así que decidió regresar a la sierra.–Deberías poner tu propia producción –le digo mientras como una tortilla caliente recién sacada del comal.–Es lo que quiero hacer en Tlacotepec, ahora que entre a la universidad. El detalle es encontrar una casa que se preste para eso. Tiene que estar bien sellada, para meter el CO2, acomodar los termómetros de temperatura, la luz, todo eso.–¿Tiene que ser muy grande?–Si quieres cultivos grandes sí y si no, puede ser un cuartito como este. Las personas con las que estuve trabajando me dijeron si las quería de socios para hacer algún invernadero en campo abierto.El invernadero en campo abierto sale más barato porque no hay que pagar la renta, la luz, el agua, gastos inevitables en un departamento.Mientras el caldo se cocina, la Hija y yo empezamos a preparar la masa para la pizza. “Tenemos que apurarnos”, me dice amasando con enorme habilidad, “porque quiero llevarte a conocer las grutas. A ver si mi papá nos da permiso”.El narcotraficante que tiene el poder, el respeto y el costo de una vida precariaEl plan es ir con la camioneta del Padre, que nos dio permiso, a conocer unas grutas en el corazón de la montaña, en las cuales corren kilómetros de ríos subterráneos. Es muy difícil llegar a esta zona, dado que se requiere el permiso de los grupos armados que controlan el territorio. Así que sospecho que estas grutas las conoce sólo la gente del lugar. Llevamos agua, shorts y ropa limpia porque nos meteremos en el lodo. El Hijo nos espera frente a la camioneta y, al salir de la casa, cuando me acerco, tengo la sensación de estar frente a un “narco”.Pantalones de mezclilla, botas tácticas, una playera de manga larga adherente color verde militar, mimética, una bufanda elástica verde militar, un sombrerito mimético verde militar, lentes de sol, un rifle. La puerta del auto está abierta y de ahí salen las palabras del“Señor Miedo,” de Fuerza Regida, a todo lo que dan las pobres bocinas. Es la encarnación del estereotipo del narcotraficante.En un primer momento me da un escalofrío. Luego baja la bufanda y se abre en una carcajada. Tiene 17 años. Entonces veo a un muchacho que intenta imitar no sólo lo que lo rodea, sino la mitología del narco, el sujeto que en esta zona tiene supuesto poder, respeto, dinero y éxito, claro, al costo de una vida precaria inmersa en la violencia. Los narcocorridos que taladran los oídos. No es realmente un relato de lo que es, sino la construcción de lo que la industria imagina que debe ser el mundo marginal de los traficantes.En este punto recuerdo las palabras del Padre, cuando dice que no quiere que sus hijos se mezclen con “la maña”. Aquí se convive con los armados, se hacen negocios, se va a las mismas fiestas, se puede tomar juntos y convivir. “Pero no somos lo mismo”. Aquí el pueblo está armado y se sabe defender, pero no está compuesto de matones, sino de agricultores, ganaderos, campesinos.Pienso en todo esto al ver el Hijo que me invita a subir en la parte trasera de la troca, para que pueda admirar el paisaje. Me agarro firme de los tubos de metal. Así subo con la Hija, nos alcanzan también dos de sus perros, y nos lanzamos por los caminos polvorientos de la sierra de Guerrero.Los militares que sobrevuelan en helicópteros los campos de amapolaSaliendo del pueblo noto una camioneta de lujo gris, una pickup. Parece abandonada. Esa es de los armados, me dice la Hija. “La maña” la dejó ahí hace unos meses. Nadie la toca. Dejamos el auto en una curva, en medio de la sierra. Entonces empieza la bajada hacia un plantío de marihuana de la familia. Veo a tres trabajadores descansando a la sombra de un árbol.El campo lo quemó el ejército hace unos veinte días. Funciona así: primero los militares sobrevuelan la zona en helicóptero. Identifican el campo que van a visitar, luego llegan, cortan las plantitas de marihuana, las queman y se van. No hacen detenciones. Porque los cultivadores reciben la información antes, de cuándo vendrán los soldados, así que cuando llegan no los encuentran trabajando.–Siempre nos avisan un día antes –dice uno de los hombres que está trabajando el campo–. Nos avisaron un día antes que venían para acá.–¿Cómo sabían?–Conectes… ¡jajaja!–Van a volver, entonces.–En algún momento.La producción de este campo está perdida, pero entra dentro del riesgo calculado. El juego vale la pena.Faltaban un par de días para que estuviera lista la cosecha, pero el operativo llegó antes. Ahora se va a tardar un par de meses más para la siguiente cosecha. A veces llegan hasta 300 soldados, ponen su campamento, pero no siempre son igual de severos. Si llega algún comandante buena onda se puede platicar con él y con lo que decida que se le pague, se suspende el operativo.Hace cuatro años llegaron a la casa. El comandante que venía a cargo de todo el pelotón le dijo que venía recomendado con el Padre. Le preguntó si tenía amapola. El Padre respondió que sí, reveló el lugar en el que se encontraba, si la van a cortar que sepan por mí dónde está, les dijo. El comandante le contestó, no se preocupe, tenemos la orden de dejarle la planta, que nada más le diera algo pa’ los refrescos. No les dio dinero pero varias veces lo invitó a comer a la casa, querían mojarra.Así que les compró mojarras y las fueron a comer a la casa. Yo imaginaba que los relatos sobre los operativos del ejército fueran historia de violencia, de abusos. La Hija disipa mis dudas.–No, para nada. Son buena onda cuando andan por aquí.–Es que la mayoría igual son del campo –interviene uno de los campesinos–. Son hijos del pueblo también.Tanta buenaondez imagino que se debe también al moche que deben de recibir de los niveles más altos de los traficantes.El campo está en el fondo de un pequeño valle, hay que volver a subir para llegar a las grutas.–No se preocupen –dice la Hija, alegre– es una subidita nada más.Amapola en medio de un territorio controlado por los Tlacos y el EjércitoPor un momento, aquí en las profundidades de la gruta, con la Hija, uno de sus perros, el Ruger colgando, se me ocurre que si quisieran podrían matarme y dejarme aquí. Nadie me encontraría. Recordé la pregunta que con naturalidad me hizo la Hija por la mañana, casi sin darle importancia. “Mi mamá se preguntaba cómo fue que tuviste la confianza de volver aquí para cocinar”.Ahora me doy cuenta que tiene muchos niveles implícitos. Me estaba preguntando cómo fue que no tuve miedo. Imagino que confié. Sentí que podía entregarme a unos desconocidos que producen marihuana y amapola en medio de la sierra, que conviven constantemente con “los armados”, entendiendo sicarios, los “mañosos”, los que pertenecen al grupo de los Señores de Tlacotepec. Y son los que, a través de la confianza del Padre, permitieron que yo llegara hasta aquí.Lo que me intriga es el cómo se leen las narraciones y los hechos. Fuera del área controlada que, deduzco, forman parte de la seguridad de los Tlacos, está un perímetro vigilado por el ejército que resguarda este territorio tan vasto y rico de recursos. Las narraciones suelen explicarnos que son los “narcos” los que mandan. Pero si el ejército rodea la zona, permite el acceso y la salida, permite o impide las actividades, entonces, me pregunto, ¿quién está realmente al mando?En todo esto pienso mientras avanzo en un río subterráneo cuya agua fresca me revitaliza la circulación, adentrándome en las entrañas profundas de la tierra, con una pequeña linterna en la mano, en la oscuridad total. Entrar en el monte es volver al vientre materno, he escuchado. Quién sabe. Nunca he vuelto al vientre materno, no sabría decir. Pero quizás la sensación es parecida a ésta que pruebo cuando el Hijo de repente dice: “Apaguemos las luces. Nunca han visto una oscuridad así”.Y sin pensarlo apagamos las lámparas y la oscuridad es tan profunda que penetra en la piel, avanza expedita hacia la profundidad de lo que llamaría el alma, si en el alma creyera. Una oscuridad sin reparo de falta total de luz y de esperanza. Me ahoga, en un principio. Luego la acepto, la recibo sin temor. Es el todo.Salir a la luz me da un extraño placer, con un retrogusto amargo. Me entristece abandonar esta cueva. No sé si algún día volveré.El Hijo insiste para enseñarme a disparar. Siempre me han asustado mucho las armas de fuego, pero al final la curiosidad prevalece. Me explica cómo funciona y disparo un par de balas en la poza. La sensación es de asombro. Y también me inunda la adrenalina, la sensación de poder. Le devuelvo el rifle y el Hijo se exhibe en un tiro al blanco preciso que destroza una botella de plástico.Al Hijo le gusta mucho bailar danzas tradicionales, le gusta el teatro y la escuela. La Hija me cuenta que ha tomado cursos de estilista, porque quiere trabajar mientras estudia en la universidad. Probablemente abrirá un pequeño negocio de ropa y estética para pagarse los estudios, la renta, para ser autónoma. Aunque está consciente de vivir en una zona vigilada de la cual es muy difícil salir.Hoy el negocio no está en la amapola sino en la mineríaLa sierra ya no es lo que era. Hoy los productores de amapola buscan otra oportunidad. Pero el negocio no va a volver, por eso ya migraron a Estados Unidos. Hoy el negocio es la minería. Pero no es negocio para el pueblo, sino para las empresas que aprovechan la violencia y el terror que garantizan los grupos criminales, para explotar impunemente un territorio en el que abundan minerales valiosos, primero de todos, el oro. Y hay quienes favorecen los negocios de las empresas generando acuerdos con los grupos criminales. La confusión surge de nuevo a la hora de establecer quién manda realmente. Fuera de aquí, hay funcionarios, periodistas y académicos que dicen que mandan los grupos armados que circulan en la zona, que amenazan pero no molestan a nadie mientras no se metan con sus negocios. Pienso en el anillo de protección del ejército en las entradas de la sierra; en los políticos que exigen votos, imponen, reciben moches. Se expresa una relación al revés, en la cual los “narcos” van negociando su espacio de operación, su dominio temporal, hasta que cambie el viento.El regreso es más breve que la ida. Quién sabe por qué. Al llegar la Madre nos espera con unos kilos de masa lista para hornear y hacer pan dulce para toda la familia, hijos, nietos, vecinos. Sobre todo, está esperando que me ponga a trabajar en la pizza que le prometí.La Hija y yo, con paciencia, en el crepúsculo de la tarde en la sierra, nos ponemos a condimentar varias pizzas, le ponemos chorizo, jitomate y queso. Se calienta este horno que parece un pequeño temazcal, en el patio, a pocos metros de la casa familiar. La pizza es un éxito. Nos acostamos contentos, cansados por el día largo y lleno de emociones. Ya ni le hago caso al rifle que volvió a su lugar frente a mi cama. Cierro los ojos y me absorbe el respiro hondo de la sierra.GSC/ATJ


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